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Mi Primer contacto con Rusia › Experiencias urbanas en el pais del Zar
Mi Primer contacto con Rusia Experiencias urbanas en el pais del Zar Estamos a finales de Julio y aterrizamos en Sheremetyevo 2, aeropuerto internacional de Moscú. La primera impresión es que es un aeropuerto triste y sucio, más propio de tiempos de guerra fría, que de los actuales en los que Rusia clama por una posición relevante en el nuevo orden mundial. El mayor problema con el que se encuentra un viajero independiente cuando planifica su viaje a Rusia es la obtención de un visado de entrada al país. Las autoridades no conceden el citado visado si no se posee una reserva de hotel para todas las noches de estancia, si no se posee una invitación personal de alguna organización o ciudadano del país... La primera solución es bastante cara. En la antigua URSS los hoteles eran inmensas moles ausentes de toda gracia o estilo arquitectónico y pensadas para concentrar y controlar a los turistas y otros visitantes. Eso hace que los hoteles en Moscú y en San Petersburgo sean especialmente caros, para el contratante individual. No existiendo apenas oferta privada de pequeños hotelitos locales, ni casa particulares.
Para subsanar estos y otros requisitos oficiales y conseguir un precio favorable decidí apuntarme a un viaje de 10 días que organizaba mi empresa a ambas capitales, a un precio mas que favorable. De este modo, tendría hotel y transporte siempre que me interesase y el resto del tiempo me movería a mi aire. La ciudad de Moscú despertaba de tiempos oscuros y económicamente parecía estar empezando a salir de una larga crisis. Algunos edificios tenían los cristales rotos y habían sido suplidos por cartones o maderas. Humildes moscovitas recorrían sus calles con la seguridad de quien conoce el camino, pero con el orgullo de un gran pueblo y la tristeza de sentirse gobernado por los antiguos burócratas del régimen. Posiblemente muchos de ellos también habían pertenecido a dicho estamento. La hora que separa el aeropuerto de nuestro hotel fue recorrida por nuestro autobús occidental por calles en obras, edificios en mas o menos lamentable estado de conservación, pero con sólidos muros. Los coches, tranvías y autobuses funcionaban, pero necesitaban una profunda renovación del parque. Cada cierto tiempo nos cruzábamos con algún moderno y lujoso coche alemán, que insinuaba la aparición de una nueva clase burguesa entre las cenizas del régimen del difunto Lenin. Nuestro hotel era el inmenso Izmailovo, complejo construido por los finlandeses para la olimpiada de Moscú de 1980, con teóricamente 7500 camas, innumerables restaurantes, casino, discoteca… en cuatro edificios de impresionante y desangelado porte. Situado en un barrio residencial del este Moscú, y a solo 9 Km del centro. Yo advertí a mi compañero de habitación y al guía que nos veríamos en el tren nocturno a San Petersburgo dentro de 5 días. Había anochecido sobre Moscú y dimos una vuelta por el centro hotelero. Se respiraba un aire frío en todo el edificio, excepto en el bar, donde en cuanto llegamos las cabecillas inquietas de algunas chicas locales dieron un respingo. No aparentaban ser camareras del local, aunque si "trabajar" allí. Aveces nos cruzábamos con parejas de policías que ametralladora en ristre exigían documentos y registraban a los pocos alojados nacionales, aunque fuesen vestidos de esmoquin. A los extranjeros nunca nos molestaban. A la mañana siguiente madrugué y di un paseo por los alrededores del hotel. Fue mi primer contacto con la sociedad rusa. El hotel estaba encuadrado en una explanada elevada abierta hacia una calle que unía una estación de metro "Izmailovskiy Park" y un mercado de artesanía en un vetusto edificio con aspecto de estación de autobuses. Me senté en los escalones que unían la calle con la meseta, para observar a los viajeros que, como pequeñas y humildes hormigas trabajadoras, recorrían afanosamente el camino ambos lugares. Los rusos me ignoraban. Sabían que estaba allí, pero no se atrevían a cruzar su mirada conmigo, pese a que notaba que de reojo escudriñaban a aquel occidental que se había sentado descaradamente a estudiar la vida habitual del ciudadano. Sentían curiosidad, pero no se atrevían a levantar su mirada hacia mí. La educación soviética aún mandaba sobre sus cabezas. Eran gente digna, pero al filo de la pobreza. La persona que más llamó mi atención fue una viejecita rellenita vestida muy humildemente con un viejo vestido azul marino y un pañuelo azul claro en la cabeza. Iba tirando de un carro de la compra con una caja de cartón de un par de cuartas de ancho, por una cuarta de largo. Supongo que venía del extrarradio e iba a intentar vender algún excedente agrícola en la ciudad. En esos momentos de crisis, las pensiones del gobierno habían hecho insoportable la vida de los más mayores. Aquella anciana de paso renqueante, pero tozudo, no se había rendido ante los tanques de Hitler, ni a los fríos inviernos de Stalin… no lo iba a hacer ahora ante los nuevos reformistas neoliberales que habían inundado la melopea mental (además de etílica) del amigo Boris Yeltsin. Sentí un inmenso respeto por la abuela. Pensé en lo duro que debe ser pasar una vida sufriendo, para que cuando llegue el momento de tener una jubilación digna, lleguen otros al poder y te digan que en la bolsa donde echaste tus ilusiones había un roto y todo se coló por el agujero. El día era caluroso y el sol de mediados del verano picaba en la piel de este españolito algo bronceado. ¿Quién me iba a decir que en Moscú hacía 36 ºC? A las 12 de la mañana llegó Elena. Nuestra relación hasta el momento había sido epistolar y la primera impresión fue bastante positiva. Era rubia de algo mas de 165 cm, complexión delgada y vivaces ojos saltones azules. Esta médico debía ser mi llave que abriese con nuestra amistad las puertas de la sociedad rusa. Con las 50 palabras que tenía nuestro vocabulario común hispano-ruso-inglés intenté explicarle que tenía que subir a recoger mi equipaje, ante lo cual vi su reticencia total a acercarse a más de 50 m del Izmailovo. La asociación que hacía la policía de las palabras "rusa, turista y hotel" llevaban inevitablemente a la igualdad cuyo resultado era "prostituta", después de simplificar todos los términos de la ecuación. Recogí mi equipaje para 3 días y volví a la entrada, donde ella tomó mi mano a la altura de la muñeca y comenzó a remolcarme hacia la estación de metro. Mi primera sensación en el metro de Moscú fue de asombro: sus pasamanos de madera, sus paredes limpias y sólidas (no en balde había sido construido como inmenso refugio nuclear), sus bellos andenes, elegantes lamparas iluminando las estaciones y pasillos… Después de "arrastrar" al boquiabierto invitado durante unos 45 minutos por las estaciones de metro, llegamos a una estación de autobús. Como casi todos los carteles en Rusia están únicamente en cirílico, yo ya me había encargado de aprender el citado alfabeto, para poder reconocer los lugares, estaciones y destinos. Mi mayor duda siempre ha sido que la diferencia entre las palabras entrada (Bxod) y salida (Bixod) es tan nimia que suelo esperar a ver el sentido en que circulan los peatones, para seguir la corriente. La estación podía ser una estación provincial de mi país, excepto por los modelos de autobús. Elena se dirigió al mostrador y pidió dos billetes. La señora de la ventanilla se fijó en mi y dudó si preguntarle a mi acompañante si yo era ruso, pero lo pensó mejor e hizo caso omiso. Le entregó los billetes y nos dirigimos a un vehículo amarillento de unas 30 plazas y algo destartalado. Recorrimos los últimos barrios residenciales de la capital siempre en destino Vladimir. La ciudad de Moscú me gusta, tiene mucho verde y parece muy humana. Después vino el típico paisaje rural centroeuropeo con casitas salteadas a los lados. Las carreteras nada tienen que ver con las inmensas autovías atascadas que rodean nuestras ciudades. Son carreteras humildes pensadas para una sociedad en la que el coche es un lujo. Llegamos a la estación de Vladimir, es bastante gris y tristona. Y se me ocurre ir al servicio parece muy limpio, pero hay un cierto hedor quizá debido a la escasez de detergentes. Al rato nos montamos en otro autobús similar al anterior, con destino a Suzdal. Los paisajes son de cereal verde. La ventana del asiento que hay delante de mí está tapada por un cartón, según me explican está así desde el último invierno. Suzdal fue la capital de un principado independiente de Rusia entre los siglos XII y XII, y de esa época datan muchos de sus edificios, destacables conventos, iglesias y monasterios ortodoxos, aunque otros muchos se han perdido a causa de haber sido construidos en madera y las invasiones de los Tártaros. Posee un interesante museo de costumbres tradicionales y arquitectura en madera, con edificios y casas en madera mostrando la vida del campesino ruso el periodo anterior a la revolución. Las calles son modestas, pobremente iluminadas, muchas sin asfaltar, de aceras deficientes y con numerosas grietas por las que despunta la hierba. Actualmente está habitada por unas 20.000 almas y es más un museo habitado que una auténtica ciudad. Las casa suelen tener una planta baja y otra alta y son de madera o ladrillo. Dormiré en la casa de un doctor amigo de Elena. Tiene un jardín de un par de metros en el frontal de la casa, rodeado por una valla de madera baja. En la parte posterior tiene un huerto donde cultivan hortalizas para el consumo familiar. El doctor me recibe, saliendo de debajo de su viejo vehículo negro, modelo años 60 de la marca GAZ. Este señor bajito, de unos 50 y tantos, regordete, dedos gruesos y fuertes, con cabeza despoblada de pelo y mono grasiento parecía un mecánico reparador de automóviles. Ciertamente, si no me lo hubiese presentado Elena, nunca hubiese creído o imaginado que era el médico local. Todo en él era redondeado, desde su cara, nariz, orejas… dijese que lo habían diseñado solo con líneas curvas, sin usar ninguna recta o vértice. En casa, lo primero que hicimos fue descalzarnos en el zapatero que existía en el pequeño recibidor de la entrada, para evitar dañar el suelo de madera. Luego franqueamos la entrada y el aire se tornó cálido y acogedor. La esposa del doctor, una señora delgada y bajita, tenía un talante afable nos recibió en ese punto. Tenía el pelo repintado en dorado pero con varios centímetros de raíces canosas. Junto a ella su hija, una chica de unos 30 y tantos, menos de metro cincuenta de altura, algo regordeta y con evidentes problemas motrices. A la derecha y con ventanas al jardín se abría un salón con un sofá, donde me acomodaron y me ofrecieron algo de bebida. La chica hablaba un buen inglés y hacía de interprete entre todos. Después de la recepción, pregunté si alguien tocaba el piano que estaba en la parte central del salón y la chica me dijo que era ella y que si la quería escuchar tocar. Asentí y acercó un taburete al piano, se acomodó sobre él con gran dificultad por los problemas de sus piernas. El recital que dio fue de una enorme sensibilidad… o quizás sea yo, que nunca pierdo mi capacidad de asombro por las cosas bellas. Pero a mí me enamoró ver como aquel pequeño cuerpo extraía tan bellos sonidos de la caja marrón. La cena la hicimos en la cocina, un espacioso habitáculo donde los muebles y utensilios parecían sacados de una película de la España de la guerra. Los comensales fuimos solo Elena y yo, porque madre e hija me dijeron que ya habían comido. Fue una deliciosa cena con numerosos productos del bosque: bayas, mermeladas… Después me preguntaron si quería bañarme después del viaje, a lo que yo les contesté afirmativamente. Y me indicaron la puerta del baño. Estaba situado junto a la cocina, como esta tenía una ventana hacia el huerto familiar una habitación un tanto tristona de unos 9 metros cuadrados, con paredes pintadas. El elemento central era una bañera blanca sobre unos pies de bronce que parecía sacada de una película del oeste. La casa era una de las mejores del pueblo, de las pocas que tenían agua corriente, electricidad y bastante espaciosa, acorde al rango de la persona que vivía en ella y de su familia. La planta alta tenía tres dormitorios y un baño minimalista, a los que se subía por una escalera de madera. Pese a la humildad de los enseres era una casa tremendamente acogedora. Los siguientes dos días los pasé disfrutando de paseos junto al río Kamenka, por los monasterios y castillos de la bella ciudad. Aún recuerdo la sensación de solemnidad que despedía la Catedral ortodoxa de la Natividad de la Virgen, sus iconos y sus frescos, un concierto de campanas una tarde en la torre del monasterio de San Eutimio y con las cúpulas de la Catedral de la Transfiguración de fondo, algunos campesinos recogiendo agua en una bomba en plena calle, para calentarla luego y poder bañarse, el atardecer frente al convento de la Intercesión. Elena me relató muchas de sus penalidades. Ella era una afortunada, tenía dos puestos de médico (mañana y tarde) y ganaba 70 $ mensuales entre ambos trabajos. Aveces sus pacientes fallecían por falta de medicinas. Vivía en una pequeña habitación en un piso sin agua corriente, compartido con otra familia. Me dirigí tristón hacia la estación y ya en el autobús miré por última vez hacia la ciudad-museo, Eran las 5 de la mañana pero la ciudad ya estaba iluminada por la luz, en estas latitudes las horas de oscuridad en verano son muy escasas. En San Petersburgo anochecía a las 21 PM y amanecía sobre las 3:30 AM. Aquel día tuve que hacer malabares para poder tomar algunas fotos que ratificaran mi presencia en la capital de Rusia: el Kremlin, plaza Roja, Catedral de San Basilio, puentes sobre el río Moskva… Al atardecer estaba en la bonita estación de ferrocarril, dispuesto a partir en el tren nocturno hacia la ciudad de Pedro I, el Grande y reincorporado a la disciplina del grupo (aunque no por mucho tiempo). En mi corazón había la felicidad de haber compartido unos días con una familia rusa, de conocer un poco mejor la vida en aquel inmenso país que tanto estaba padeciendo. Yo sabía que me llevaba algo que no se puede comprar con dinero, ni contratar en ningún tour-operador. Enlaces: Enlaces recomendados de Rusia Fotos: http://www.losviajeros.com/fotos/europa/rusia
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