Marruecos llena de encanto y de emoción, donde la sombra nunca se separa de la luz, donde el oasis nace del desierto, donde el cielo y el mar se unen hasta formar un solo elemento. Armonía nunca perturbada, donde los colores más opuestos llegan a ser complementarios, fundiéndose en un caleidoscopio esmaltado de ocres y de azules, de rojos y de verdes, de oro, de cobre y de plata, colores de Marruecos, colores de la vida, colores de la fiesta, colores de un hechizo al que sería una locura resistirse, de sensaciones, de perfumes y de sabores.
Marruecos embrujador, tierra de un único perfume, que tiene como nombre hospitalidad encerrada en todo lo que la rodea; la arcilla adopta la línea de una arquitectura curva para modelar una vasija de barro. El metal se transforma para convertirse en joya, adorno, ornamento. La lana calienta y viste, reinventando sin cesar motivos ancestrales. La madera se cincela en marqueterías preciosas. Marruecos, caudal de tesoros engarzados tras las murallas de sus ciudades y de sus cascos.
Dulzura y violencia de manjares de llamativos colores. Festín compartido alrededor de un tajine. Sosiego del té a la menta, que quema y refresca al mismo tiempo. Aromas de ámbar, de jazmín de especias. Gotas de miel y de flor de naranjo, fragancias de rosas y de eucaliptos, esencia permanente del incienso.
Marrakech
A los pies de los picos nevados del Atlas, se erige entre sus murallas rojas y la sombra de su milenario, suntuoso, exuberante y caprichoso palmeral, la ciudad de Marrakech que resuena como un hechizo. En cualquier rincón arroja sus fastos y su magia: en sus tintoreros, con una clamorosa abundancia de madejas multicolores; en la época del festival, con sus ritmos y sus músicas, con el alma de sus bailarinas; a través de las palabras de sus vendedores y los juegos de sus malabaristas; a la sombra de su jardín azul, y en la perfección omnipresente de su Kutubia.